El
inquieto hijo de un rico mercader, se dirigía de nuevo a su hogar,
después de licenciarse. Por el camino, parose a reponer fuerzas y se
sentó junto a un arroyo serpenteante de aguas cristalinas y musicales.
Observándolo, su imaginación le brindó la idea de que él era como
aquellas aguas, que repicaban frenéticas contra las rocas de sus lindes
sin saber adonde éstos las conducían. Su rumor, le pareció una queja
desesperada de éstas, pues podían correr sólo con la velocidad que
mandaba la pendiente, y sólo en el camino que marcaba su cauce.
Sus
educadores habían llenado su cabeza de conocimientos. La aritmética
aprendida habría de servirle algún día para llevar el negocio de su
padre. El dominio del lenguaje lo había convertido en un buen orador
capaz de expresarse con soltura. La lectura de los viejos sabios, le
había proporcionado respuestas a cientos de problemas cotidianos, tanto
triviales como complejos. El disfrute de las artes deleitaba sus
sentidos enriqueciendo su alma. Y sin embargo, allí, absorto en aquel
pensamiento, se sintió como aquel pobre arroyo, acaudalado en
conocimientos y a la vez preso de un cauce. Y decidió entonces que no
quería ser como él, decidió que quería ser como una corriente en el
océano. Libre de cauce y pendiente. Libre para viajar con el rumbo y la
velocidad que solo él decidiera.
Tomó de nuevo camino, pero sin
dejar esa idea atrás. Y empezó a preguntarse que era lo que le podía
faltar en lo aprendido para dejar de ser arroyo y convertirse en
corriente. Llegó a casa cuando el sol ya tocaba tierra por el oeste, y
ni siquiera la fatigosa jornada de viaje había borrado esta pregunta de
su mente. Al despertar al día siguiente, se dispuso a visitar a su amado
padre. Por el camino hacia el salón donde éste le esperaba impaciente,
notó en todo sirviente con el que se cruzó, un ademán de respeto
desconocido. Todos lo saludaron con su nombre, y no con el tratamiento
que se solía dar a los jóvenes ricos por aquellos lugares. Aquello le
hizo sentirse incómodo de tal manera, que fue inclinándose ante cada uno
ellos diciendo; - No merezco tal honor, soy arroyo y no corriente, tan
solo arroyo. Los sirvientes sonreían por tal ocurrencia, sin tener, por
supuesto, remota idea de a qué hacía referencia su joven amo. Y su
confesión, aunque incomprendida, le hizo sentirse bien. Y empezó a
correr, repitiéndolo sin cesar en voz alta;
- "¡Soy arroyo y no corriente!"
El abrazo de su padre también le resultó extraño, lejos de sentirlo carente de afecto, le pareció solemne y ceremonial.
- "¿Qué pasa padre?. Preguntó el joven con sorpresa. ¿Por qué tu abrazo no es el de siempre?"
-
"Es el orgullo que me provocas hijo, que no me deja apretar más los
brazos", respondió el padre visiblemente emocionado. "Ayer me visitó el
Gran Maestro, y me dijo que tú eres el elegido este año. Irás a conocer
al Viejo Sabio."
Era tradición en aquella tierra, que los
maestros escogieran, de entre sus discípulos licenciados, aquel que
consideraran había aprovechado con más éxito sus enseñanzas. El premio
era ir a conocer al Viejo Sabio. Maestro de maestros, erudito entre
eruditos, se decía que si una pregunta tenía respuesta, él la conocía.
Marat,
que así se llamaba el joven, vio en este honor la oportunidad de
conocer la solución a la cuestión que se había instalado en su corazón,
desde su alto en aquel arroyo. Sin perder tiempo se dispuso entusiasmado
a emprender su viaje, el Viejo Sabio vivía a más de tres días de
camino, en La Montaña De Los Pensadores. Donde antes que él, habían
morado importantes sabios desde tiempos perdidos ya para la memoria de
su pueblo.
Al llegar al lugar donde vivía el anciano, le
sorprendió que éste vivía en una modesta choza rodeada de un magnifico
jardín, como jamás había contemplado. La puerta estaba abierta, y el
joven se aventuró a atravesar el umbral sin pedir permiso. El Viejo
Sabio estaba sentado junto a un fuego en el que estaba calentando una
tetera.
El Joven hizo una reverencia saludando respetuosamente y
esperó a que el maestro le contestara. Éste parecía de lo más corriente,
ni siquiera su ademán le pareció el de alguien a quien se le atribuía
tanta sabiduría.
- "Y dime muchacho, ¿te apetece una taza de té? Debes estar agotado de tu viaje", espetó el anciano.
Marat
aceptó el ofrecimiento, y alentado por el maestro pasó a relatarle como
aquel arroyo le había sugerido la idea de que su educación le parecía
incompleta, pues se sentía que ésta no le confería la cualidad de
alcanzar nada nuevo. Que sólo daba solución a lo conocido, y que se
sentía limitado por ella. Que él quería ser libre como una corriente en
el océano. Y que daba gracias por haber tenido el gran honor de poder
visitarle, pues confiaba en que un gran sabio como él le diría qué le
faltaba para lograr su deseo.
El anciano se incorporó y anduvo unos pasos hasta colocarse frente a la ventana desde donde podía contemplar su jardín.
-
"Este bello y armonioso jardín es creación mía", dijo. "Cada brizna de
hierba está plantada con estas manos cansadas. Aunque crezca bañada por
el sol y regada por la lluvia, yo siempre la mantengo a la medida que
quiero. He levantado cada roca que decora este jardín y la he colocado
exactamente donde deseaba. Si alguna de ellas me pareció no estar en
armonía, la he hecho añicos para eliminarla. Antes de plantar ni un
solo árbol o planta, arranqué todas las malas hierbas. Y sigo
arrancándolas cada día aunque insistan en rebrotar. Obsérvalo bien, no
hay nada en él dejado al azar. Es tal y como lo imaginé cuando todo esto
era apenas un desierto yermo. Incluso el canto de los pajarillos que
ahora lo habitan, estuvo primero en mi mente. Es tal y como yo quiero
que sea."
Marat estaba maravillado observando aquel hermoso
jardín y escuchando las palabras de aquel anciano, de quien esperaba la
solución a su problema.
- "Nada más te enseñaré hoy", sentenció
el anciano. "Si realmente quieres obtener la respuesta, deberás
aprenderla por ti mismo, pues así tendrá un efecto que no tendría si la
obtienes de mis labios. Si realmente la quieres, disponte a pagar el
precio que vale."
El joven estaba decidido a obtener lo que había venido a buscar.
-
"Estoy dispuesto a pagar el precio, Maestro", dijo con determinación.
"Sepa que mi padre es un comerciante muy rico, y acepte el hermoso
corcel que me ha regalado para hacer este viaje, como adelanto por sus
enseñanzas."
- "No seas necio", dijo el sabio, "el precio lo
pagarás tú y no tu padre. Monta tu caballo tomando dirección al norte, y
cuando hayas cruzado el río desmonta en la primera pradera que
encuentres, libéralo de toda carga y siéntate a esperar. No pierdas
ningún detalle. Sí joven, lo primero que tienes que aprender, te lo
enseñará un caballo. Luego vuelve, la segunda lección te la dará el
río."
Las primeras praderas estaban apenas a media jornada de
camino. Cuando Marat llegó hizo lo que le había demandado su maestro. El
caballo estaba tranquilo, y permaneció junto a él toda la tarde.
Primero sereno. Luego empezó a trotar, trazando pequeños círculos al
rededor de su amo, en los que iba cambiando de dirección, cada vez con
más frecuencia. A continuación, los círculos empezaron a hacerse más y
más grandes. Finalmente, hizo un relincho vigoroso, y desapareció al
galope en la llanura.
Invadido por la duda, lo primero que pensó
el joven, fue que si había aprendido algo, era una forma estúpida de
perder un valioso corcel. En ese momento estuvo a punto de renunciar a
su meta en la primera dificultad. Afortunadamente para él no lo hizo. La
renuncia devalúa la madera de la que estamos hechos, y entrega algo de
nosotros, que como todo lo de valor, es fácil de perder y costoso de
recuperar.
El fervoroso deseo de obtener su propósito, le hizo recordar las palabras del anciano: “No pierdas ningún detalle”.
El
joven cerró entonces los ojos, y reprodujo en su imaginación, cada uno
de los movimientos de su caballo. "¡Claro!", pensó. "El caballo no fue
libre cuando yo corté sus riendas. El caballo fue libre cuando se supo
libre."
Contento por saberse victorioso en la primera
prueba, el joven emprendió el camino de vuelta. Al llegar al río, cayó
en la cuenta de que lo había cruzado a caballo, y que ahora a píe, los
rápidos y la profundidad se lo impedirían. Creyó que la solución estaría
en vadearlo en otro lugar, pero si se dirigía al nacimiento, pronto
encontraba un enorme salto, y si se dirigía a la desembocadura, cada vez
se hacía más rápido y profundo.
El aliento que le había
conferido su primera victoria, lo llenó de coraje y saltó al agua. Tras
las primeras brazadas vio como la orilla de enfrente se desplazaba a
gran velocidad. Sintió tanto pánico, que volvió hacia atrás, saliendo
del agua unos cuantos metros en dirección a la corriente.
-
"Nunca cruzaré el río. Las patas de mi caballo eran fuertes, pero a mí, a
mí me arrastrará hasta que pierda el fuelle, y acabaré ahogándome", se
dijo desesperado.
Hizo noche en el río, pensando en abandonar y volver a casa.
- "Pero, ¿cómo?. Mi casa está al sur y para renunciar, también se hace preciso vadear el río."
Llevado por su entusiasmo, no se había percatado de que el viejo zorro lo había puesto en una tesitura sin elección.
La
mañana siguiente, era como cualquier otra mañana de verano en aquellos
lugares. El viento soplaba tenuemente moviendo la vegetación. Los
animalitos continuaban con su despreocupada vida, y el río seguía allí,
ignorando que fuera un problema para nadie. Fue entonces y sólo
entonces, cuando Marat entendió que aquel río, era profundo y rápido
sólo en su interior. Así que se sentó frente a él, cerró los ojos, y
empezó a imaginarlo como aquel arroyo que, en cierta manera, le había
conducido hasta allí. Y fue allí, en su interior, donde lo diseñó en
calma y sin peligro. Luego trazó la línea recta que lo conducía hasta la
otra orilla, y al abrir los ojos, cayó en la cuenta de que había nadado
distancias como aquella cientos de veces. Que la velocidad del agua no
debía preocuparle si no luchaba en su contra, y que si en su nado seguía
aquella línea que había trazado en su mente, sólo tenía que dar una
brazada después de la otra.
Volvió a saltar al agua, pero esta
vez con los ojos cerrados. Los abrió cuando tocó las rocas de la otra
orilla mucha distancia aguas abajo. En aquella majestuosa mañana de
verano, un simple río le había enseñado que hay fronteras, que sólo son
tales si así las vemos en nuestros corazones.
Eufórico, Marat
tomó camino hacia la morada del Viejo Sabio. Y al llegar, encontró sólo
una choza abandonada y polvorienta en medio de una llanura yerma. Donde
imaginó un bello jardín, del que arrancó la hierba del rencor, y también
la de la ofensa y la injusticia. Y las siguió arrancando cada mañana.
Donde rompió en pedacitos la roca de los miedos y la desesperanza. Donde
plantó el árbol de la prosperidad, y también el del amor. Donde dejó de
sentirse arroyo, donde fue corriente.
Akhennion
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