Cuento "La Maharani loca"


«Solo quien está dispuesto a cuestionarse el mundo será capaz de conocerlo»



Ocurrió hace muchos años: subió al trono un rajkumar[principe] muy joven. Un muchacho temeroso y tímido del que sus hermanos y familiares siempre habían hecho burla, pero al que ahora la fortuna bendecía con el poder. Su naturaleza insegura, sus dudas sobre sí mismo lo atormentaban, y, por tanto, comenzó a buscar consuelo en la verdad, en la religión y los ideales, donde halló respuestas a preguntas que jamás se había hecho. Por fin el maharajá halló la paz siguiendo a sus maestros. Sentía un gran alivio, no tenía que pensar por sí mismo, ellos le ofrecían la solución a todas sus dudas, adormecían su angustia y siempre tenían respuesta para todo. Y cuando no lo convencían, lo confundían. ¿A quién iba a creer: a ellos o a sus propios ojos? Así es la fe. Había algo aún mejor: las palabras de los sacerdotes eran sagradas, no se podían negar ni rebatir, estaban dictadas por un ente superior que, jerárquicamente, solo se comunicaba con ellos. Influenciado por estos pensamientos, el maharajá tuvo una visión en la que vislumbró a Dios y supo que era el elegido para cambiar el mundo. Aquella revelación insufló un aire de certeza en las velas de su barca a la deriva. El maharajá fue cambiando poco a poco, y lo que en un principio eran ideas sobre las que meditar y cuestionar, se convirtieron en principios establecidos que endurecieron su carácter. El rey impuso su religión como único dogma de la nación: un poco para afianzar su poder y otro poco por querer cambiar el mundo, a su conveniencia. Cuanto más dudaba, más radical se volvía. Mató a los infieles, los exterminó, impuso la visita a los templos que su dios usurpaba y ordenó que una vez en la vida todos peregrinaran más allá del horizonte. Quien no lo hiciera sería un pecador, iría al infierno, el infortunio le perseguiría y las leyes de los hombres lo condenarían. Como era de esperar surgieron feligreses que habían visto al «dios del maharajá» aquí y allá. Apariciones, estigmas y señales misteriosas afloraron en todos los pueblos y comarcas. El maharajá se colmó de gozo, porque era la muestra de que estaba en lo cierto y esto acrecentaba su fe y su vanidad. «Algo de verdad tiene que haber en nuestras 69 mentiras», pensaban a su vez los sacerdotes, e incluso ellos mismos creían sus propios mandatos. Los templos se llenaron de ciudadanos que parecían celebrar la decisión del maharajá, aunque algunos solo asistiesen por el honor y el orgullo de estar donde se debía y como se debía. Era menester ser hereje para no parecerlo, así era la moda. Sin embargo, el maharajá tenía una esposa que provenía de otra religión, era jainista. Por tanto, Kasturbai no creía en ningún dios y se negaba a escuchar a su esposo. Estaba medio loca, decían. Veía como su marido mataba a sus correligionarios y aunque el dolor le desgarraba el pecho, era incapaz de rebelarse contra la injusta autoridad de su cónyuge. Es sabido que los hombres crean sociedades a su beneficio y medida. ¿Adónde iría ella? Sentía que pensar solo le ayudaba a agravar los problemas. Para dar cauce a su frustración de forma provechosa, en sus ratos libres aprendía a cabalgar y le pedía al ministro de la Guerra que le enseñase a manejar el arco, otras veces tejía algodón o se desahogaba aprendiendo a cocinar como una vulgar campesina. Sus intereses eran muy diversos, abarcaban desde las plantas ayurvédicas hasta encender un fuego con piedras. Incluso se ejercitaba y daba largos paseos, pues le gustaban mucho, especialmente si quien los tomaba era su esposo y ella podía descansar tranquila en palacio. Un día, su esposo ordenó una gran matanza de jainas y ella se cansó de sufrir, pensó que debía cambiar de fe. Kasturbai le rogó a su esposo que la llevase de peregrinaje y persuadiese a su corazón pagano del verdadero camino. El maharajá celebró su renuncia e iniciaron el largo viaje a tierra santa. En el carruaje, Kasturbai bebía para hacer más interesante a su esposo. Su truco para ser tan buena oyente era pensar en otra cosa. Pues era en compañía del maharajá cuando más sola se sentía. Al caer la noche, los siervos instalaron una tienda de campaña en mitad del desierto y los monarcas durmieron uno al lado del otro. Fue entonces cuando sucedió algo extraño, como una premonición. En la quietud de su lecho, la maharaní soñó que viajaba junto a su esposo en un barco que naufragaba. Ambos eran zarandeados por el oleaje, pero milagrosamente lograban sobrevivir aferrados a un madero, y arrastrados por la marea terminaban en una isla salvaje donde se escondía un misterioso tesoro. Pero justo cuando ella y el maharajá estaban a punto de mirar en el interior del cofre, sus ojos se abrieron en la oscuridad de golpe y la devolvieron al presente, al desierto, al peregrinaje, al dogmatismo. Sentía toda su espalda empapada, como si acabara de salir del mar. Se incorporó de un salto, jadeando, y miró a su alrededor confusa. No podía creerlo. Necesitaba saber cómo continuaba el sueño. ¿Qué había dentro del cofre? Sin perder un segundo, despertó al maharajá y lo avasalló a preguntas sobre la travesía, el barco y la isla. Él era el único que la había acompañado en aquella aventura. Estaba ansiosa por 70 saber qué había sucedido con el tesoro. Sin embargo, quedó atónita cuando el maharajá le explicó airado que él no había tenido el mismo sueño. –¿Cómo es posible? ¡Pero si estabas ahí conmigo! –exclamó soñolienta. Permaneció durante unos segundos en silencio, sospechando que su marido mentía–. Quieres ocultarme dónde has escondido el tesoro, pretendes quedártelo para ti solo –lo acusó, negándose a aceptar que no recordara el largo viaje en barco, el terrible naufragio o la exuberante isla en mitad del océano. El maharajá lo negó con una risa nerviosa. ¿A qué venía aquella ocurrencia? Verdaderamente su esposa estaba loca, pensó. Y entonces, en apenas un segundo, Kasturbai sacó un puñal oculto bajo su sari y se lo clavó al maharajá en la garganta, justo al filo. Luego le volvió a preguntar, casi en un susurro: –No me engañes. ¿Dónde has escondido el tesoro? O me dices la verdad o te corto el cuello ahora mismo. El maharajá comenzó a sudar al ver la mirada fiera y salvaje de su esposa. –Ahora lo recuerdo –dijo de pronto, como si se encendiera su mente–. Sí, sí, lo recuerdo –divagó–. Me llevé el tesoro a palacio y lo escondí en la cámara de las columnas a buen resguardo. De hecho, lo estoy viendo ahora mismo –balbuceó–, veo el baúl, es de bronce y con el símbolo de Ashoka grabado… La esposa lo miró frunciendo el ceño, y una sonrisa aleteó en la comisura de sus labios. –¿Cómo es posible –inquirió– que a través de esta tienda de campaña, de las millas de desierto que nos separan, puedas estar viendo el baúl y sus símbolos tallados? El maharajá la miró por un extremo de los ojos y respondió jadeando, paralizado por el puñal. –Solo se necesita miedo. La maharaní loca rio complacida: –Eso es justo lo que trataba de explicarte: cada uno vive en su propio sueño –le susurró al oído–. El temor te hace ver lo que no existe y el temor hace que otros te sigan. Mírate: quien no cree en sí mismo toma como verdad la opinión de los demás. –El maharajá enrojeció de ira. Su esposa no hablaba del sueño sino de su gobernación, ¿quién era ella para cuestionarlo?–. Solo hay un modo de despertar: dudando. La duda es un hábito de limpieza para eliminar toda la basura de tu mente. –Intentó apartarla, pero ella apretó aún más el cuchillo contra su piel–. La duda es un «no sé» que está dispuesto a saber. Pero si te aferras a creencias prestadas por temor a que surja la duda, habrás de recordar que si la búsqueda no es tuya, el aprendizaje tampoco. –Kasturbai rozó con los dedos el rostro de su esposo–. Que tu deseo por aprender de los demás no te haga ser una copia de ellos. 71 Luego se levantó y apartó el puñal. El maharajá se alejó de ella atemorizado y comenzó a gritar para atraer a los centinelas. –¡Guardias, guardias, apresad a la maharaní! Pero Kasturbai fue más rápida, se incorporó de un salto y tomando una tela de algodón que había confeccionado con sus manos, se ató a su hijo a la espalda. –Es más fácil culpar a los demás –dijo, mirándolo a los ojos por un instante– que cambiarse a uno mismo. De un tajo, cortó la cuerda de la tienda de campaña y mientras el techo se desmoronaba, rasgó una de las paredes y montó sobre un caballo que había preparado en la zona posterior. Disparó con su arco a los guardias que se aproximaban y cabalgó a toda prisa, huyendo a través del desierto. No había aprendido en vano del ministro de la Guerra. Sabía mantenerse por sí misma, sabía curar enfermedades con las plantas y encender fuegos en las noches frías. Traía además sus joyas ocultas en un hatillo dentro de su sari. Y es que el secreto de andar sobre las aguas es saber dónde se esconden las piedras. Kasturbai se diluyó como una mancha de tinta en la noche, dejando tras de sí una estela de polvo. «Desapareciendo para siempre la valerosa maharaní», acababan relatando siempre los cuentacuentos. En el reino la apodaron oficialmente la maharaní loca y los sacerdotes la declararon una hereje a la que había que perseguir. Una mujer inteligente era un peligro para los hombres, aunque naturalmente esto no lo dijeron. Más bien afirmaron que eran un peligro para sí mismas, porque las alejaba de Dios. En adelante era mejor mantenerlas en la ignorancia y cortar sus alas, cubrirlas y enjaularlas. Si no sabes nada de la maharaní Kasturbai es porque el maharajá venció y logró borrarla de la Historia. Dicen que solo quedó un cuento clandestino que hablaba de ella, que pasó de madres a hijas de generación en generación, y que años más tarde fue recogido en un libro de un joven escritor, titulado Sawai; pero eso es otra historia. Volviendo a nuestro cuento: lo cierto es que el maharajá cambió de opinión tras la huida de su esposa, aunque, por supuesto, lo que nunca cambió fue el hecho de creerse con razón. Las palabras de la maharaní retumbaron en su mente por largo tiempo. Continuamente se recordaba que debía olvidarla, y por tanto más la recordaba. Cansado de pensar sacó una conclusión. El maharajá intentó acabar con las leyes, imponer la libertad, pero ya nadie quería despertar, todos querían seguir soñando. Los condenó a ser libres, prohibió prohibir. Eran libres de hacer lo que quisieran y por tanto se imitaban unos a otros. Enfurecido, el maharajá los condenó a ser libres, todos tenían derecho a pensar lo que quisieran, y al que pensase lo contrario lo mataría. Y la rueda comenzó a girar una vez más. Porque la verdad absoluta no existe, y eso es absolutamente cierto.

FIN

«Solo quien está dispuesto a cuestionarse el mundo será capaz de conocerlo»

P. D. Ningún guardia fue herido en la realización de este cuento.